sábado, 5 de febrero de 2011

Cuento realista

Lo cierto es que Fernando Balvanera acostumbraba deambular por los caminos urbanos, solitario y sin rumbo, como una incomprendida fiera de callejón. Tantas veces había recorrido la ciudad, que la recordaba como a su propio cuerpo: en los pies llevaba las avenidas y en las manos a la gente que transitaba por las aceras; pero eso se debía sólo a la rutina. Balvanera tenía bastante claro que deambular es una acción fantasmagórica: inconsciente y errante; por ello, de vez en cuando optaba por algo más meditado y salía a realizar lo que llamaba paseo contemplativo. En él observaba tanto la dificultosa composición que realizan los niños al llorar —contracciones faciales más otros movimientos del cuerpo, para animar el contexto; alaridos de frustración, para comunicar lo que un adulto no puede comprender; líquido sazonado con una belleza inocente, para lubricar el recuerdo y hacernos evocar lo que ya se ha ido; liberaciones de…—, como la basura en los contenedores desbordándose triunfante. Pero cuando Balvanera salía a contemplar, prestaba atención, sobre todo, a la arquitectura. Muy acorde con su extravagante e inextricable personalidad, sentía una singular atracción hacia las edificaciones barrocas.

A la hora en que por segunda vez sangra el cielo, Balvanera, producto de sus largas caminatas, se encontraba en los límites de la ciudad. Llevaba mucho tiempo parado frente al costado del templo de San Francisco. Sus ojos se clavaban en los muros como queriendo arrancar la pintura para vestirse con ella y luego poder desfilar por los mosaicos de la cúpula, por la rigurosidad de los muros imponentes, por los detalles de piedra cuidadosamente esculpidos; y así, como en una especie de sueño, poder emulsionar su realidad con la de otros que ya no existen. Cuando pensó haber analizado en su totalidad lo que su visión le permitía, decidió dirigirse al frente de la iglesia. Mientras admiraba la puerta de madera —adornada con flores del mismo material y la imagen de un santo—, alguien comenzó a hablarle desde atrás. Balvanera se volteó ante la inesperada situación para descubrir un harapiento vagabundo. Se sobresaltó, dio un paso hacia atrás y comenzó a bajar y a subir la mirada examinando al necesitado sujeto. A…a… g… — pronunció de manera inentendible la boca sucia—. Balvanera había escuchado a los vagabundos comunicarse: algunos balbuceaban, otros murmuraban e incluso estaban, pero en menor cantidad, los que pregonaban locuazmente; sin embargo, aquella voz entrecortada, que a las personas se dirigía apelando la piedad, pertenecía a los enfermos: era ronca y lánguida; Balvanera creyó haberle percibido un dejo a deshidratación. Quién sabe qué lo impulsó, tal vez el deseo por realizar un buen acto o la posterior unión imaginada de las letras que fueron emitidas por la miseria, pero olvidó la apariencia del mendigo e introdujo sus dedos en la bolsa del pantalón para sacar una billetera de cuero negro. La abrió y sin pensar cuál moneda escoger, tomó una y la colocó en la mano del hombre. Como quien encuentra, en su desamparo, a un protector, el vagabundo abrazó entre sollozos y otros ruidos a Balvanera, que seguía teniendo problemas al entender las palabras. No… m… dej…s — repetía con mejor dicción. ¿Qué hacer cuando la ayuda es solicitada por quien porta en su ropaje el color de la inmundicia? Posiblemente, ignorar y seguir adelante; pero Balvanera se movió de manera distinta y recordando el templo erguido a sus espaldas, se adentró con el marginado a la, como dicen, casa de Dios, esperando conseguir un refugio. Ya en el interior, apenas tuvo noticia de las resplandecientes ondulaciones que caían por las paredes salpicando gotas doradas, quedaron embelesados sus sentidos. Caminaba y, como una mascota, el infortunado le seguía. En las paredes reposaban los beatos, con una leve inclinación, sobre sus camas de nicho y en el techo se encontraban pintados complejos jardines paradisíacos, como para engrandecer la liturgia. Esp… ra… regr…se…os — sugería de manera más clara, disminuyendo el paso para terminar plantándose sobre ambos pies. Balvanera ignoró y prosiguió; y, finalmente, el otro hizo igual. Como el altar se encontraba desierto, la búsqueda se continuó por las naves. La única autoridad eclesiástica que encontraron ideó toda clase de excusas absurdas para no ofrecer ayuda ¡Qué maneras tan risibles las que tuvo ese hermano donde la mirada vigilante del padre se potencia!

Balvanera salió del edificio ante el fracaso y la desilusión que so egoísta personaje le había inducido. T... m… —emitía fuera del templo, después de perder el habla que anteriormente había ganado. Balvanera, intrigado, pidió una repetición. T… l… a…—intentaba decir mientras acercaba su rostro al del buen hombre, mismo que solicitaba nuevamente el mensaje. Te…l…ao…—decía esforzándose, al posar la palma sobre el hombro de su salvador, que todavía no lograba ligar las emisiones fonéticas para crear algo coherente. T…l… ma…o…— expresaba cada vez con más fuerza, suponiendo que el aumento de tono amplificaría el entendimiento de su escuchador. Los pobres sonidos, fallidamente articulados por el vagabundo, terminaron agotando la paciencia de Balvanera, que preguntó, pensando en no volverlo a hacer, qué era lo que intentaba decir. Y obtuvo un comunicado séptico de diáfana claridad que le hizo sentir un estremecimiento, como olas huyendo la superficie del océano frío en que se había convertido su cuerpo. En un principio había concebido al desdichado como un igual, un portador más de la condición humana; pero en un final salió a relucir todo aquello que había ignorado y, en su opinión, le hacía merecedor de otra etiqueta. La atmósfera fue invadida por un agrio y nauseabundo olor a alcohol y porquería. Notó que los zapatos rotos permitían al viento llevar comida para que los cultivos de sus dedos polvorientos siguiesen creciendo; que los pantalones y la camisa estaban por desintegrase debido al desgaste causado por el uso continuo; que las manos sucias desembocaban en uñas negras y mordidas y en pellejos levantados y heridos; que su asquerosa boca, rodeada por labios resecos, emanaba aromas vomitivos y resguardaba encías infectadas que, a su vez, cargaban dientes de tonalidades amarillentas y cafés, con las coronas deshechas a causa de la carcoma bacteriana; que su cabello encrespado, tan desarreglado como opaco, podía ser un gran albergue para que los pequeños animales pulularan; que su cara grisácea, erosionada por el paso de los días, se encontraba agrietada; que su expresión y comportamiento era demencial, como quien se pierde en un viaje y nunca es localizado. Balvanera giró media vuelta y retomó el camino a su hogar, rápido como si le persiguiera un demonio empeñado en darle muerte. Cada instante iba acompañado por aquella voz espaciada, necesitada, concupiscente repitiendo las palabras "te… la… mamo".

4 comentarios:

  1. Dejarse tocar... a eso obliga tu realista?'¡ literatura... sólo pocos- en mi patética experiencia- me han hecho sentir así... con la inexplicable rareza de ser Balvanera... y de ser aquél triste, caballero, alcoholico... yo cumplí con mi deber de lector...dejarme encantar y usted, autor, con el suyo... encantarme.

    ROB

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  2. tu palabra Amilcar es gárgola barroca,como el intrincado paisaje de la moral queretana. Tu sensibilidad para recorrer los espacios del corazón es capaz de transitar con Balvanera los espacios de la robada y descorazonada arquitectura. Felicidades, Uriel

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  3. Las sorpresas que puede darte la vida cuando te dispones a ser caritativo. La realidad da unas bofetadas muy interesantes, más aún cuando las describes tú, felicidades Balvanera/Amilcar, apuesto sin duda a que ganarás el concurso.

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  4. Me gusta el cuento. Impactante podría decirse, pero en realidad esperado. El título, al leer la última línea, cobra sentido: A Balvanera, como al lector, se le es propiciada una cachetada del destino; una ingeniosa vuelta de tuerca y a la vez una dura metáfora del mundo contemporáneo invadido de podredumbre. Me gusta también la alegoría de el descubrimiento interior del horror. Quizá el segundo párrafo sobra, quizá la enumeración caótica (que Borges dice, hay que evitar) queda corta. El único error, a mi forma de ver, es el nombre del personaje; que más que centrarnos en la realidad del cuento, nos invoca fantasmas de piratas y tradiciones míticas, por así decirlo.

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